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Dios llora en la tierra (22): Hambre en Kivu

“A los negros inermes, nacidos en este país y que, con el sudor de su frente, ganan millones para los extranjeros a través de una monstruosa confabulación de explotadores blancos y de autoridades congoleñas corrompidas, se les quita la posibilidad de alimentar y de mantener a sus propios hijos. Esto se llama y es explotación de seres humanos. Aquí se está asesinando a un pueblo.”

 

Dios llora en la tierra (23:) Historia de la muerte rubia

“El ángel Mbwaki realiza su tarea con los niños, que para acallar el hambre no tienen otra cosa que patatas dulces o un bocado de plátano. Después, cuando la carencia de proteínas y de vitaminas destruye su bronceada pigmentación, los acoge tristemente entre sus brazos, en espera de que los pequeños vientres se hinchen y que los piececitos tumefactos se conviertan en trozos de carne informe. El ángel llora cuando en las cabelleras los rizos se alisan y cuando semejante a lepra, el goloso germen de la dermatitis acomete los pequeños cuerpos. Entonces el ángel cuenta las úlceras y los cabellos que caen, hasta que la espuma desaparece de las boquitas y se cumplen los días del tormento. Cuando todo ha pasado, el ángel cierra sus ojos exangües y se vuelve sollozando hacia otros niños que le esperan como florecillas que debe cortar para la muerte.”

 

Dios llora en la tierra (24): Los hombres del fango en Bukavu

Cuando entra de nuevo en la habitación, el párroco congoleño de Bukavu sacude la cabeza desalentado. Hace un momento le habían llamado fuera tres feligreses que no se atrevían a ir a sus casas porque no tenían nada que dar de comer a sus hijos. Pero el párroco es impotente frente al hambre, lo mismo que el vicario general, que colocó una verja grande alrededor de su residencia, pues la afluencia de hambrientos era tal que le impedía toda actividad. Así, al menos, no podrán llamar a su puerta. Él, en definitiva, no les puede ayudar.

 

Dios llora en la tierra (25): En la tierra de nadie en Kisangani

Kisangani, que fue el corazón incesantemente activo del Congo, es hoy una ciudad muerta. Sus opulentos parques están ahora baldíos; las tiendas, cerradas; las vilas, en ruinas; la población, reducida a la mitad. Atravesamos un oasis del que la jungla se está apoderando a ojos vistas. Todo parece evocar la hora dramática cuando los paracaidistas belgas -en lucha contra el reloj- acudieron a salvar la vida de los rehenes. Por esta misma avenida y por este mismo cemento requeado recorrieron a toda velocidad, el 24 de noviembre de 1964, el camino del aeropuerto a la ciudad. Salvaron a dos mil personas, pero para otros muchos llegaron demasiado tarde. Como para los diez mil o quince mil congoleños que, entre agosto y noviembre, fueron sacrificados como animales.

 

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